Read the latest manga Me convertí en el Príncipe Heredero del Imperio Mexicano at MoChy Novels . Manga Me convertí en el Príncipe Heredero del Imperio Mexicano is always updated at MoChy Novels . Dont forget to read the other manga updates. A list of manga collections MoChy Novels is in the Manga List menu.
—————————————————————
ESTAMOS BUSCANDO CORRECTORES Y UPLOADERS
SI TE INTERESA AYUDAR ÚNETE AL DISCORD Y ABRE TICKET
Recuerda que puedes leernos en Patreon:
https://www.patreon.com/MoChyto
Y únete a nuestro servidor Discord
https://discord.gg/UE4YNcQcqP
—————————————————————
Capítulo 292: Oficina de Supervisión (1)
Septiembre de 1859.
“Considerándolo en conjunto, el problema no es el tamaño, sino la falta de un sistema que vigile y limite el poder que tiene. ¿No lo crees así?”
Este era un problema que había surgido porque el Imperio Mexicano había pasado años enfocándose solo en expandirse.
“Sí, yo también lo creo, Su Majestad,” respondió Diego.
“¿Y tú qué opinas, director de inteligencia?”
Durante los últimos meses, Diego y yo habíamos recopilado información para poner en marcha una reforma. Una reforma siempre implica grandes sacrificios, así que debíamos tener muy claro cada detalle. Como un cirujano al operar, necesitábamos un bisturí afilado y mucha cautela.
‘Vamos, veamos qué tienes que decir, director de inteligencia.’
En estos meses, siguiendo mis órdenes, el director de inteligencia había concentrado los recursos del organismo en asuntos internos, así que ya debía tener una idea de lo que planeaba. Mi objetivo era reformar todos los organismos públicos, y eso incluía también a la agencia de inteligencia.
“Su Majestad, disculpe, pero creo que en algunos casos el problema es el tamaño y la autoridad misma de ciertas instituciones.”
“¿Ah sí? ¿A cuáles te refieres en concreto, director Velasco?”
Le pregunté con interés, pues parecía haber captado mi intención.
“…Justo a la agencia de inteligencia, Majestad.”
“Jajaja, eres realmente leal, como decía Ricardo.”
El primer director de inteligencia, Ricardo, ya se había retirado. Después de la guerra, muchos de mis allegados empezaron a retirarse, y fue él quien recomendó a Velasco como su sucesor. Capacidad y lealtad, Velasco no carecía de nada.
Le di una palmada en el hombro y él me agradeció inclinando la cabeza.
“Como dices, hay instituciones donde el tamaño y la autoridad se han convertido en el problema. La agencia de inteligencia es una de ellas. Lamento decirlo, pero será dividida.”
El presupuesto de la agencia de inteligencia había crecido cada día, y ahora contaba con una cantidad considerable de agentes, no solo en el Imperio Mexicano, sino en todo el mundo. Nos había sido útil, sin duda, pero un organismo de tales dimensiones representaba un peligro. Mi plan era dividirla en tres agencias, inspiradas en el modelo de Estados Unidos: una Agencia Central de Inteligencia bajo la autoridad directa del emperador, una Oficina Federal de Investigación adscrita al Ministerio de Justicia y una Agencia de Inteligencia Militar bajo el Ministerio de Defensa. Cada una tendría autoridad y competencias limitadas.
“Para nada. Tanto la agencia de inteligencia como el resto del imperio son creación de Su Majestad. Incluso si decidiera desmantelarla, nadie se quejaría.”
“Puede que tú no, pero no todos piensan igual. Ya sabes cómo es la realidad.”
Los informes que yo había recibido también los conocía él, así que no podía ignorar lo que estaba sucediendo.
“…Sí, Su Majestad. Lamentablemente, hay muchos que han caído en la corrupción y buscan su propio beneficio.”
“No te preocupes. Muy pronto, todos ellos serán eliminados. Gracias por tu esfuerzo.”
Le di una palmada en el hombro para animarlo y lo dejé marchar.
“Si bien hay casos como el de la agencia de inteligencia, la mayoría de los problemas no tienen que ver con el tamaño, sino con la ausencia de un organismo de supervisión.”
Basándome en mis recuerdos, había diseñado un sistema de auditoría para supervisar todos los organismos públicos: el ejecutivo, el legislativo, el judicial, la policía, el ejército e incluso la agencia de inteligencia. Ninguna institución, ni siquiera la guardia imperial ni la administración real, quedaría exenta.
“Llevémoslo a cabo de forma gradual.”
Era un plan que habíamos trabajado durante meses, cada detalle meticulosamente pensado. El documento incluía las funciones y atribuciones de cada organismo de auditoría, así como los nombramientos para dirigirlos.
“Empecemos por el Tribunal de Cuentas. Lo primero es detener el desvío de fondos.”
El Tribunal de Cuentas. Un organismo que existía en varios países en mis recuerdos, incluida Corea. Su función principal era asegurar el buen uso de los impuestos, supervisando tres áreas clave: auditoría contable, evaluación de desempeño y supervisión de tareas. Algunos países auditaban solo al ejecutivo, otros también al legislativo, pero yo decidí que solo supervisara al ejecutivo. Reunir toda la labor de auditoría en una sola institución incrementaba el riesgo de corrupción. Ya tenía algo distinto en mente para el poder legislativo.
“Entonces, nombraremos a Rodolfo Núñez, el director de inmigración, como el primer auditor general del Tribunal de Cuentas.”
Rodolfo Núñez, quien en sus primeros años como funcionario había sido quien propuso una política de inmigración, llevaba años dirigiendo con rectitud la oficina de inmigración. Incluso después de asumir el cargo, había seguido aportando ideas para mejorar la política de inmigración. Honestidad, pasión, valentía: todo lo necesario para encabezar un organismo de supervisión.
“Bien. Crearemos el Tribunal de Cuentas y observaremos su funcionamiento.”
Había tomado como referencia modelos de algunos de los países avanzados que recordaba, pero no podía asegurar que fueran aplicables al Imperio. No podía implementar de golpe más de diez organismos de supervisión, así que lo mejor sería observar cómo evolucionaba la situación.
Diego asintió con la cabeza en señal de acuerdo.
“Sí, si lo presentamos como una medida de seguimiento al escándalo de Costa Rica, muchos lo entenderán como tal.”
“Exacto. Observaremos los resultados y luego actuaremos… Por cierto, parece que la situación en la India finalmente ha terminado.”
El informe que el director de inteligencia había traído incluía también novedades sobre la India. La larga guerra civil había concluido finalmente con la intervención del Reino de Bengala, a quien habíamos brindado nuestro apoyo. Incluso Nana Sahib, el líder de la Federación Maratha, quien había resistido hasta el final a la presión directa de nuestro Imperio Mexicano, había terminado renunciando a sus ambiciones ante las devastadoras pérdidas de soldados en la guerra de trincheras que parecía no tener fin.
“La cantidad de muertos es abrumadora.”
“…Sí.”
Solté un suspiro. La gran guerra civil, que no existía en la historia original, había cobrado la vida de más de cien mil personas.
‘Quizá debí haber enviado tropas para sofocar el conflicto desde el principio.’
Si bien ayudar a la independencia de la India tenía como propósito limitar la influencia británica, también lo hacíamos por el bien de los indios. Sin embargo, el resultado había sido una tragedia mucho mayor que la del curso original de la historia. Ese desenlace tan opuesto a lo que pretendía me dejó un amargo sabor de boca.
“El país ha quedado dividido en grandes territorios. Supongo que han comprendido que ya no es viable sobrevivir siendo pequeños reinos.”
En el norte de la India, el Reino Sikh, el Imperio Mogol y el Reino de Bengala dominaban; en el centro y oeste, la Federación Maratha; y en el sureste, el Reino de Hyderabad y la Federación Dravídica.
“Habrá que vigilarlos para evitar que alguno de ellos busque conflictos innecesarios, especialmente Nana Sahib. Ese hombre, si lo dejamos, provocará otra guerra.”
“Sí, transmite un mensaje firme a cada nación en la India. Que sepan que si cruzan las fronteras acordadas, el Imperio Mexicano no permanecerá de brazos cruzados.”
***
Octubre de 1859.
La luz dorada del sol brillaba en el cielo sobre el pueblo de Santa Rosa, en el Imperio Mexicano. Juan, con una expresión agotada, barría el polvo que se acumulaba en el patio. Cada movimiento del cepillo hacía que el polvo se esparciera por los rayos de luz, brillando como pequeñas partículas doradas.
Diez años atrás, cuando Nueva Granada se unió al Imperio Mexicano, Juan y María recibieron esta tierra como si fuera un regalo salido de un sueño. Pero ahora ese sueño parecía convertirse poco a poco en una pesadilla.
“Juan, mira esto,” dijo María, saliendo de la cocina con un papel en sus manos temblorosas. Juan dejó el cepillo apoyado contra el pilar y tomó el papel que ella le ofrecía. Era otro recibo del jefe del pueblo, una “contribución para el mantenimiento de la comunidad” que él mismo había establecido arbitrariamente. Juan tocó el papel con sus dedos ásperos y apretó los labios.
“Es la tercera vez este año.”
“Y el monto es mayor que el anterior,” dijo María en voz baja.
Juan miró a su esposa. El cabello oscuro de María brillaba bajo el sol. Habían pasado diez años, pero sus ojos seguían siendo tan claros como el día en que la conoció, aunque ahora esos ojos estaban cargados de preocupación.
“No te preocupes, amor. Esto no es nada,” intentó calmarla Juan, aunque no veía una solución fácil. Desde allí se veía su terreno, el mismo que habían trabajado con esfuerzo y dedicación. Era algo que jamás hubiera imaginado en sus tiempos de peón, cuando solo trabajaba para otros.
‘En aquel entonces…’
Los recuerdos de diez años atrás inundaron su mente.
El abuelo de Juan había trabajado toda su vida, pero nunca recibió un centavo. La deuda con el gran terrateniente era tan grande que parecía imposible de pagar. No importaba cuánto trabajaran; la deuda nunca disminuía, y la esperanza estaba ausente de sus vidas. Lo mismo le había pasado a su padre, y él parecía destinado a seguir ese mismo camino.
Pero un día, la paz se rompió. Hubo rumores y revuelo; decían que su región se había unido al Imperio Mexicano. En aquel momento, Juan no esperaba que eso cambiara nada, pero pronto su vida dio un giro inesperado.
Los funcionarios del Imperio Mexicano llegaron y les comunicaron que el sistema de peonaje había sido abolido y que los terratenientes debían liberar a todos de inmediato. La alegría de su liberación fue indescriptible.
Y no quedó ahí. El día en que los funcionarios entregaron los títulos de propiedad a cada uno de ellos, no hubo una sola persona que no derramara lágrimas.
“Al fin tenemos algo nuestro, Juan. Al fin…”
Aquella noche, bajo la luz de las velas, acariciaban los papeles como si fueran el tesoro más valioso. Juan y María no sabían leer, pero los funcionarios habían delimitado y señalado su terreno, así que eso era lo de menos.
No importaba lo que dijeran esos documentos; solo tocarlos ya les hacía felices. Juan tomó la mano de su esposa. Era una mano áspera y llena de callos, pero una mano que ahora estaba llena de esperanza.
Trabajaron sin descanso para arar la tierra, que era más pedregosa de lo que habían imaginado. Pero ellos tenían un sueño. Incluso el sudor, que se mezclaba con la tierra bajo el sol abrasador, les sabía dulce. La primera cosecha fue una celebración para todo el pueblo.
Poco después, no muy lejos, construyeron una vía férrea. Cada vez que el silbido de la locomotora resonaba, sonaba como una señal de progreso. A lo largo de la estación de tren surgieron nuevas ciudades, y la gente del pueblo comenzó a beneficiarse de los frutos de la civilización.
Sin embargo, esa paz había comenzado a resquebrajarse hacía poco. El jefe del pueblo, Rodríguez, empezó a hacer demandas injustificadas.
“Juan, es por el bien del pueblo, ¿podrías colaborar?”
Al principio, cuando el jefe del pueblo pidió ayuda, sus intenciones parecían genuinas. Todos en el pueblo estuvieron felices de colaborar para reparar su casa. Pero poco a poco, sus demandas cambiaron. Primero pidió que le ayudaran a arar sus tierras. Después, exigió que le entregaran una parte de la cosecha.
‘Y ahora…’
Juan miró de nuevo el recibo. “Gastos de operación del pueblo”, lo llamaba, pero en realidad era poco más que un impuesto encubierto.
“¿No estaremos volviendo a ser peones, Juan?” dijo María en voz baja. El comentario hizo que el corazón de Juan se encogiera. Ella tenía razón. Si las cosas seguían así, tal vez regresarían a la misma servidumbre de la que tanto habían luchado por escapar.
Unos meses atrás, en una reunión en el centro del pueblo, con las lámparas parpadeando, los habitantes del lugar se congregaron llenos de ira.
“¿Qué es esto? ¿Qué pretende?” gritó Pedro, levantando el recibo con manos temblorosas. Su voz transmitía tanto rabia como desesperanza.
“Tranquilízate, Pedro,” respondió el jefe del pueblo, Rodríguez, levantándose con calma.
“Esto es simplemente una cuota legítima para el funcionamiento del pueblo.”
“¿Legítima?” gritó otro aldeano.
“¿Según qué ley?”
“¿Qué saben ustedes de leyes?” Rodríguez esbozó una sonrisa sarcástica.
“Si tienen dudas, pueden preguntarle al jefe de policía aquí presente,” añadió, señalando al hombre que estaba detrás de él. El jefe de policía avanzó lentamente, y los botones dorados de su uniforme brillaron de forma siniestra bajo la luz de las lámparas.
“Solo se trata de reunir fondos para el bien del pueblo. El jefe tiene autoridad para eso. Es el administrador de esta comunidad.”
Las palabras del jefe de policía hicieron que los habitantes enmudecieran. Todos comprendieron que el jefe del pueblo y la policía estaban aliados.
“Malditos bastardos…”
La atmósfera en el pueblo, que había sido tan pacífica, ahora estaba congelada en un resentimiento latente. En cada oportunidad, los habitantes maldecían al jefe y a la policía.
“Y todo por saber un poco de español… ¡Hasta mi hijo podría hacer lo que él hace!”
Rodríguez había sido nombrado jefe del pueblo diez años atrás, cuando llegaron funcionarios del gobierno central. En aquel momento, solo porque sabía leer y escribir en español, le dieron el puesto sin más pruebas. Frente a los funcionarios, solo había leído y escrito algunas frases y eso bastó.
“Sí, tuvo suerte hace diez años. Hoy no pasaría ni el examen más básico para funcionario.”
Desde hace algunos años, los habitantes del pueblo habían empezado a enviar a sus hijos a la escuela pública en la ciudad cercana. Los niños aprendían español en uno o dos años, y muchos padres también aprendían a través de ellos. Saber leer y escribir en español ya no les parecía algo tan especial.
El jefe del pueblo, los funcionarios y la policía sabían que los aldeanos los detestaban, pero no les importaba. Los habitantes no podían hacer nada. Ni siquiera yendo a la ciudad había un lugar donde denunciar la situación. Y aunque quisieran alertar a la prensa, su historia no sería lo suficientemente importante como para ocupar espacio en el periódico.
Tampoco podían rebelarse por la fuerza. El jefe de policía y sus agentes tenían armas, mientras que los aldeanos no. Aunque eran mayoría, atacarlos todos juntos solo significaría una masacre.
“Ah…”
Juan soltó un suspiro mientras miraba al cielo. Unas nubes oscuras comenzaban a acumularse. María lo tomó del brazo.
“Parece que va a llover.”
En ese momento, se escuchó el sonido de cascos de caballo acercándose desde la entrada del pueblo.
Un hombre de uniforme negro descendió del caballo. En el pecho llevaba una insignia con el emblema del Imperio Mexicano, que brillaba suavemente bajo el cielo nublado. Su porte transmitía una autoridad inquebrantable.
“¿Este es el pueblo de Santa Rosa?”
“Sí,” respondió Juan con cautela.
El hombre sacó un maletín y continuó hablando.
“Soy Alberto Ramírez, auditor del Tribunal de Cuentas del Imperio Mexicano. He venido a investigar una denuncia reciente.”
Los ojos de Juan se abrieron de par en par. María apretó su mano con fuerza.
Comment