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Capítulo 290: Olimpiadas y el Parque de Diversiones (5)
—¡Uoooh!
En el instante en que se encendió la llama olímpica, el estadio de atletismo de Bacalar estalló en vítores. Inspiré profundamente y observé el estadio.
Cien mil espectadores llenaban cada rincón, y todos ellos me miraban. Sentí sus miradas llenas de expectativa y, tras tomar aire, comencé mi discurso.
—Queridos asistentes.
Como aún no se había desarrollado un sistema de altavoces adecuado, había personas asignadas en diferentes lugares para transmitir mi voz. Mis palabras llegaron primero a los espectadores del frente y luego fueron pasándose hasta alcanzar a los de más atrás.
Como una ola, mi discurso se extendió por todo el estadio.
—Hoy, estamos compartiendo un momento histórico. Todos los aquí presentes venimos de distintos países y culturas, pero en este instante, compartimos un mismo sueño.
Hice una pausa y recorrí las gradas con la mirada. Una suave brisa hacía ondear las banderas de más de 30 países.
—Ese sueño es la paz. A través del deporte, podemos entendernos, respetarnos y unirnos. Espero que, incluso después de que esta competencia termine, la pasión y la amistad que compartimos aquí se conviertan en semillas para la paz mundial.
Concluí el discurso de manera breve. De poco servía alargarlo cuando muchos de los presentes no entenderían cada palabra. Aun así, al terminar, el estadio se llenó de un estruendoso aplauso.
La ceremonia continuó con un espectáculo de danzas tradicionales de distintos países, fusionadas con la rica cultura mexicana. Los bailarines, vestidos con trajes típicos de cada nación, realizaban movimientos llenos de color, y sus vestimentas brillaban bajo el sol como un arcoíris, capturando la atención de todos.
El sonido de la marimba, la guitarra y la trompeta, instrumentos tradicionales de México, se mezclaba con ritmos y melodías de otras partes del mundo, creando una experiencia musical aún más intensa. Los espectadores, entre vítores, marcaban el ritmo con sus palmas, y la emoción del festival crecía cada vez más.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
—¡Woooah!
Por último, los fuegos artificiales pintaron el cielo nocturno. Los estallidos dorados y plateados cruzaban el cielo, llenando la ciudad de luz y llevando el ambiente festivo a su punto máximo. La gente exclamaba de asombro, disfrutando de la magnífica escena.
Terminada la ceremonia de apertura, comenzaron las competiciones. Observé el estadio con el corazón lleno de tensión. Mis ojos se posaron en los atletas mexicanos. Sus uniformes llevaban la bandera del Imperio Mexicano y el nombre de la marca “Ramón” bordado en ellos.
‘¿Lo harán bien?’
En realidad, no podía prever los resultados. Confiaba en el fútbol, pero en estos eventos olímpicos, incluso nosotros, el país anfitrión, no teníamos ventaja sobre los demás. Solo habíamos seleccionado y entrenado a participantes comunes que se destacaron en competiciones nacionales, en un entorno sin profesionales.
Con una mezcla de nerviosismo, el primer evento se puso en marcha: la carrera de 100 metros planos. José María Gómez, representante mexicano, se posicionó en la línea de salida, y su rostro reflejaba tensión y determinación.
—¡José! ¡José! —coreaban desde las gradas.
¡Bang!
El árbitro disparó al aire y los corredores arrancaron. José tuvo un buen arranque, pero hacia la mitad de la carrera comenzó a quedar atrás de los demás.
—…Séptimo lugar —murmuró Diego con cautela. Asentí.
—Sí… el simple hecho de dar lo mejor ya es suficiente.
En las competiciones siguientes, la situación no fue muy distinta. En cada prueba de atletismo, nuestros atletas solo alcanzaban posiciones intermedias, como octavo o undécimo lugar, sin acercarse al podio.
‘¿Seremos el país anfitrión y no ganaremos ni una medalla?’
La preocupación comenzó a crecer en mí. Llegué a cuestionarme si había sido una buena idea invitar a tantos países desde la primera Olimpiada. Pero pronto negué con la cabeza.
‘No, las medallas no son lo más importante.’
Con un suspiro de resignación, cerré el primer día junto a Cecilia.
—Apenas es el primer día. Si esperamos, seguro que habrá buenos resultados. No te apresures tanto.
Asentí ante sus palabras. Era cierto, las Olimpiadas recién comenzaban. Todavía quedaban muchas competiciones. Al día siguiente, mientras observaba la competencia de natación, Diego llegó corriendo hacia mí.
—¡Majestad! ¡Majestad! —exclamó con emoción.
—¿Qué ocurre?
—¡En boxeo… nuestro atleta Joaquín Sánchez ha llegado a la final!
Sorprendido, me levanté de golpe.
—¡Por fin!
Intenté no pensar demasiado en ello, pero cuando supe que había llegado a la final, me resultó imposible no gritar de emoción. La final de boxeo estaba programada para tres días después. Mientras tanto, seguimos asistiendo a otras competiciones y animando a nuestros atletas. En tiro con arco, Isabella Montes logró pasar las eliminatorias, y en la maratón, Juan Pérez mantenía un buen ritmo en la carrera.
Tres días después.
El ambiente en el estadio cubierto donde se celebraba la final de boxeo era de una tensión asfixiante. Las gradas estaban abarrotadas, repletas de gente con la bandera mexicana en alto. Cuando Joaquín Sánchez subió al ring, el rugido de la multitud sacudió el recinto.
—¡Sánchez! ¡Sánchez!
El oponente de Joaquín era el campeón británico Alfred Finch. En el instante en que ambos boxeadores se miraron con fijeza, el estadio quedó en un silencio absoluto.
¡Ding!
Con el inicio del primer asalto, ambos comenzaron a observarse cautelosamente. Un rápido jab de Joaquín rozó el rostro de Alfred. Alfred respondió con un fuerte gancho, pero Joaquín lo esquivó ágilmente.
En el segundo asalto, el combate se intensificó. Alfred lanzó un potente golpe que hizo tambalear a Joaquín por un momento. La multitud contuvo la respiración. Sin embargo, Joaquín pronto recuperó el equilibrio y contraatacó.
En el tercer y último asalto, ambos boxeadores ya mostraban signos de agotamiento. A pesar de ello, la mirada de Joaquín seguía siendo penetrante. En un momento decisivo, un derechazo de Joaquín impactó en la mandíbula de Alfred.
Alfred tambaleó. La multitud se puso de pie de golpe.
¡Ding!
Sonó la campana de fin de combate. Todas las miradas se dirigieron al árbitro. Momentos después, el árbitro levantó la mano de Joaquín.
—¡El vencedor, Joaquín Sánchez de México!
El estadio estalló en vítores. Con lágrimas en los ojos, Joaquín levantó la bandera de México y dio la vuelta al ring. Era la primera medalla de oro de México.
Clap, clap, clap, clap, clap…
Yo también me levanté y aplaudí con entusiasmo.
***
Con la primera medalla de oro asegurada, pude recorrer la ciudad con el corazón más ligero. Me cambié a una ropa sencilla, deseando pasar desapercibido. Vestido como un ciudadano común de México, quería experimentar la ciudad como uno más. Me acompañaban Diego y dos guardias.
Tan pronto como puse un pie en las calles, sentí la vitalidad de la ciudad en todo el cuerpo. Las risas de quienes iban y venían del estadio, conversaciones en distintos idiomas y música lejana llenaban el aire.
—A estas alturas, debe haber llegado casi todo el que tenía planeado venir, ¿verdad?
Nos encontrábamos a la mitad de las dos semanas que duraban los Juegos Olímpicos, así que era probable que la mayoría de los visitantes ya estuvieran en la ciudad.
—Sí, Majestad. Hasta ahora se estima que han llegado unas 450,000 personas, la mayoría de nuestros ciudadanos. Alrededor de 100,000 extranjeros han ingresado al país. Los mexicanos han venido mayormente en tren, mientras que los extranjeros han llegado principalmente por el puerto de Chetumal.
Asentí.
—Es cierto que es menos que la Exposición Internacional, pero aquella duró varios meses, así que es normal. En cuanto a la cantidad de personas presentes en la ciudad ahora, considero que es un éxito.
Especialmente si lo comparábamos con las Olimpiadas de 1896 en la historia original, que atrajeron a 80,000 personas, la mayoría griegos.
Mientras caminaba, observaba los alrededores con atención. Era evidente la diferencia con la Exposición Internacional. Se veían personas vestidas con trajes tradicionales de distintos países.
‘Aquellos orientales… ¿serán coreanos?’
Observaban alrededor con los ojos muy abiertos, asombrados por la cultura y la tecnología de México. Para ellos, el ambiente urbano avanzado y la diversidad de productos debían parecerles como un mundo nuevo.
—A pesar de que el Este de Asia no tiene mucha presencia, parece que los coreanos han ganado la medalla de oro en tiro con arco.
—Así es. Tengo entendido que es su única medalla de oro.
Al parecer, en solo unos meses, los coreanos, conocidos como un pueblo de arqueros, se adaptaron a los arcos occidentales (recurvos) y las flechas que les enviamos, y lograron el oro, una hazaña que hirió el orgullo de los países europeos con federaciones de tiro con arco bien establecidas.
Mientras caminaba y conversaba con Diego, llegamos a un parque. La vegetación bien cuidada y los coloridos parterres de flores captaron mi atención. Una fuente lanzaba chorros de agua clara al cielo, y a su alrededor la gente charlaba y se relajaba. Los niños corrían por el césped, mientras algunos leían bajo la sombra de los árboles. Esta escena pacífica me llenó de calma.
Tras pasar el parque, nos dirigimos al parque de diversiones, que estaba aún más concurrido. La entrada estaba llena de puestos de juegos y tiendas de recuerdos, y la gente, con rostros llenos de risa y expectativa, disfrutaba de cada rincón. Incluso los soldados que me acompañaban observaban todo con ojos brillantes de interés.
—Parece que está completamente lleno. Permitir el acceso gratuito durante las Olimpiadas fue una buena decisión.
—Sí, Majestad. Parece que muchos aprovechan los ratos libres entre competencias para venir aquí.
Agucé el oído, escuchando las conversaciones de unos mexicanos que pasaban junto a mí, observando las atracciones.
—¿De verdad es seguro subir tan alto? No sé, me da algo de miedo…
—Claro que es seguro. Han hecho cientos de pruebas. Además, si está supervisado por el Imperio, aún más confiable
Sentí un alivio al escuchar su conversación. Aunque mostraban algo de inquietud, su confianza en las atracciones y su capacidad de disfrutar al final reflejaban la fe que tenían en nuestra tecnología. Observé cada una de las atracciones del parque con detenimiento. Padres de familia tomaban la mano de sus hijos mientras esperaban su turno, y los pequeños, con rostros llenos de emoción, saltaban de un lado a otro, mirando las atracciones con ojos brillantes de expectación. Sus risas resonaban por todo el parque, y sus miradas reflejaban la emoción que sentían ante cada juego. Las parejas y los matrimonios paseaban tomados de la mano, recorriendo el parque bellamente decorado.
—¡Uaaah!
—¡Kyaaa!
Se oían los gritos de quienes se subían a las atracciones. La rueda de la fortuna giraba lentamente, elevando a las personas al cielo, mientras que la montaña rusa corría velozmente sobre los rieles de metal, provocando exclamaciones de emoción. Caminaba, sonriendo satisfecho al ver a la gente divirtiéndose, cuando…
—¡Ma… Majestad!
Diego me llamó con urgencia, señalando hacia un lado mientras me tomaba del brazo.
—¿Eh? ¿Acaso es un asesino? —bromeé ante su expresión alarmada. Ambos teníamos ya la edad suficiente como para sorprendernos pocas veces, incluso éramos ya abuelos.
—No es eso, pero, mire… mire allí.
Lo que vi fue una pareja joven… pero esa silueta me resultaba muy familiar. Al observar con más atención, me di cuenta de que no era otra que mi hija, ¡Isabela! Dos guardias la seguían de cerca con cierta incomodidad en sus rostros, lo cual me tranquilizó un poco. Pero cuando vi quién estaba a su lado, la sorpresa se desbordó en mí.
—¡M… Maximiliano! ¡Ese… ese sujeto!
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